Por:
Guillermo Paraje, Ph.D en Economía de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.
No hay consumo de alcohol saludable. Contrariamente a lo que, por años, la industria del alcohol intentó instalar en la opinión pública, la evidencia científica muestra que todo consumo de alcohol tiene amplios efectos negativos sobre la salud. Se ha establecido que está directamente relacionado con la demencia (1) con numerosos tipos de cánceres (2) y con enfermedades cardiovasculares (3). La cantidad de evidencia al respecto es abrumadora.
Partiendo de las fracciones atribuibles a alcohol publicadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para el 2019 en Colombia, y con base en las muertes reportadas en el país por el DANE, en Colombia mueren anualmente alrededor de 10 mil personas a causa del consumo de alcohol. Según el estudio global de carga de enfermedad de la Universidad de Washington, esta es la principal causa de muerte entre los hombres de 15-49 años y la segunda en la población total de este rango de edad.
En Colombia una de cada dos personas consume alcohol al menos una vez al año, y el promedio de consumo es de 11,7 litros de alcohol puro entre quienes beben (el equivalente a unos 220 litros de cerveza). Naturalmente, ese consumo no se reparte de manera pareja a lo largo del tiempo, sino que se concentra en pocos días (y hasta horas).
En estudios realizados en países comparables a Colombia (Chile, por ejemplo), se ha encontrado que el costo social del consumo de alcohol (que incluye gastos directos para atender enfermedades causadas por el alcohol, muertes prematuras, costo de la violencia generada, etc.) equivale a cerca del 2% del PIB, siete veces más de lo que Colombia invierte en, por ejemplo, Investigación y Desarrollo.
Una de las herramientas más costo-efectiva para reducir el consumo de alcohol es el impuesto. Aumentar el impuesto al alcohol salva vidas, ahorra recursos y produce una asignación económica más eficiente, lo que puede tener impacto en el crecimiento económico. El incremento del precio, por aumento del impuesto, tiene un efecto sustancial sobre la probabilidad de que niños y niñas comiencen a consumir alcohol o que retrasen ese inicio, lo que alteraría su patrón futuro de consumo (mientras más tarde empiecen, menos nocivo es el patrón de consumo). Se ha estimado a nivel global que un incremento del 10% en el precio del gramo de alcohol etílico (producto de un aumento impositivo, por ejemplo), reduciría la cantidad demandada en un 4-6%.
Es importante no sólo aumentar el impuesto sino que dicho impuesto tenga una estructura adecuada para lograr diversos objetivos deseables. El primer objetivo es que el precio del alcohol refleje los costos sociales de su consumo. Esto incluye los costos privados (de producción y distribución, por ejemplo), pero también aquéllos que involucran costos sobre terceros (por accidentes de tránsito, violencia, etc.), costos por pérdida de capital humano (por ejemplo, la educación en que la sociedad invirtió), costos por pérdida de productividad (por ausentismo), los costos en atenciones médicas relacionadas al consumo de alcohol, etc.
Dado lo anterior, si lo que causa el perjuicio social es la cantidad de alcohol etílico que se consume (que es lo que, finalmente, causa la intoxicación de lo que se derivan los costos sociales), lo que se debe gravar es la cantidad de alcohol etílico contenida en la bebida. Y para ello se necesita un impuesto específico por gramo de alcohol etílico (cada 100 ml o unidad equivalente). Esto causa, a priori, dos cosas: 1) que el precio relativo de las bebidas con menor graduación alcohólica baja respecto de las que tienen mayor alcohol, por lo que tienden a ser elegidas por los consumidores; 2) que los productores tienden a reformular sus productos para bajar el contenido de alcohol y pagar menos impuestos. En todo caso, un impuesto como este baja el consumo de alcohol en la población.
El segundo objetivo es que la recaudación del impuesto sea simple, barata y eficiente. Si el impuesto es ad-valorem, es decir, un porcentaje del precio del producto, este debería cobrarse sobre el precio final, para garantizar una mayor carga tributaria. Por otra parte, si es específico, debería ser cobrado a los productores pues la administración del recaudo sería más simple y eficiente, sin que se vea afectado el valor recaudado.
En el caso de Colombia, el impuesto a las bebidas alcohólicas no parece cumplir con ninguno de los objetivos planteados. Primero, es un impuesto que no tiene una lógica sanitaria ni económica ya que grava de manera diferente a productos que pueden tener igual contenido de alcohol, y por tanto igual nivel de riesgo para la salud pública.
Por ejemplo, el contenido de alcohol en vinos se grava a una menor tasa que en los aguardientes; además, la tasa del impuesto ad valorem también es diferencial, favoreciendo a los vinos. ¿Es razonable creer que producen un daño diferente? Segundo, es una estructura impositiva compleja, que mezcla impuestos específicos (una cierta cantidad de pesos colombianos por grado alcohólico) con impuestos ad-valorem (un porcentaje del precio). Estos últimos “castigan” el valor de lo que se compra antes de su graduación alcohólica, de forma de que una bebida con menor graduación alcohólica podría terminar con una carga impositiva mayor a otra con más alcohol. Adicionalmente, aumenta el costo de recaudar los impuestos y de fiscalizar su pago.
Colombia necesita mejorar su sistema tributario respecto del impuesto al alcohol. Debe ser simplificado y racionalizado. Los beneficios de ello serán de manera inmediata una mayor recaudación y, lo que es más importante, una mejor salud para la población, con el impacto que esto tendría en gastos sanitarios y bienestar social.
- (1) The Lancet: Asociación entre el consumo de alcohol y la incidencia…
- (2) New England Journal of Medicine: La perspectiva del IARC sobre la reducción o el abandono del consumo de alcohol y el riesgo de cáncer
- (3) Asociación entre el consumo habitual de alcohol y el riesgo de enfermedad cardiovascular
Sobre Guillermo Paraje: es Ph.D en Economía de la Universidad de Cambridge, Reino Unido.
Profesor titular de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez (Chile). Ha sido consultor de la Organización Mundial de la Salud, Banco Mundial, PNUD, UNICEF, CEPAL, Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros. Es investigador en economía de la salud (equidad en salud, sistemas de salud, políticas económicas para el control de enfermedades no transmisibles) en países en desarrollo.
En 2018 la Organización Mundial de la Salud, región de las Américas le otorgó el Premio Día Mundial sin Tabaco por sus contribuciones a la economía del control del tabaco. Es un Miembro Internacional Distinguido del Comité Consultivo de Evaluación Global del Programa de Investigación Global en Alimentación de la Universidad de North Carolina (Chapel Hill).